Ayer, vivíamos en el mundo de las etiquetas. Un mundo en el que primero, etiquetamos a las personas y después construimos el vínculo. 

Nos pusimos tantas…

Ya no sabemos ni cuántas: madre, hijo, pareja, amigo, rollo, colega, conocido, vecino, hermano, profesor…

A cada etiqueta le dimos sus propias reglas, su propio comportamiento. Y no nos permitimos salir de ahí. Cada persona debía tener su rol en función de lo que era y no de cómo era.

 

Ayer, un familiar te tenía que querer.

Ayer, un rollo de una noche no te tenía por qué contestar.

Ayer, un vecino, te tenía que dar los “buenos días” en el ascensor, pero nada más, que si no se hacía incómodo y había que hablar del tiempo.

 

Habíamos empezado a vivir en un mundo en el que hicimos prevalecer el “yo” al “nosotros”. En pensar al 100% en uno mismo en vez de al 50% en mí y 50% en tí. 

En que importa más el “yo necesito estar bien” que el “¿y si nos ayudamos a estar bien los dos?” 

 

Hoy, todo ha cambiado. 

Hoy las etiquetas se han convertido en lo que eran, simples nombres. 

Hoy hemos antepuesto el corazón de las personas a sus etiquetas. 

Hoy primero es la persona y luego el nombre.

 

Tu hermano es el vecino que te hace la compra.

Tu amiga es la enfermera que te llama para ver cómo estás.

Tu madre es la señora mayor del 4ºC a la que le llevas el pan para que ella no salga.

 

Hoy ya hemos aprendido algo:

 

Que el nombre no hace a la persona.

Que el desconocido te puede sorprender como el conocido fallar. 

Que el “cómo eres” es más importantes que el “qué somos”

 

Mañana, ¿por fin podremos querernos simplemente porque sí?

 

Sin tener que ser familia.

Sin tener que ser pareja.

Sin tener que debernos nada.

Sin tener que ponernos nombre.

 

Mañana nos querremos, simplemente, por ser humanos.

Mañana viviremos a las personas.